Leyendas de Día de Muertos

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El 1 y 2 de noviembre, los mexicanos celebramos una de las tradiciones más importantes de nuestro calendario, el Día de Muertos, el cual incluso fue declarado en 2003 por la UNESCO, como Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad.

El Día de Muertos consiste en recordar a los difuntos a través de la colocación de altares y ofrendas, las cuales llevan elementos como flores de cempasúchil, calaveritas de azúcar, pan de muerto, sal, agua, una cruz, la comida preferida por el difunto, entre otros elementos.

Los antiguos mexicanos creían que el destino del alma del muerto estaba determinado de acuerdo al tipo de muerte. Por ejemplo, los que morían ahogados iban al Tlalocan o paraíso de Tláloc; los que morían en combate o en sacrificio y las mujeres muertas en parto, iban al Omeyocan o paraíso del Sol. 

Los niños muertos iban a un lugar llamado Chichihuacuauhco, donde había un árbol de cuyas ramas goteaba leche para que no pasaran hambre. 

Las personas que morían de manera natural iban al Mictlán.

Junto con todos los elementos anteriores, también existen las leyendas del Día de Muertos. Te compartimos algunas de las más conocidas.

LA FIESTA DE TODOS SANTOS

Dispensen, les voy a contar un cuento. Es de hace tiempo, de un señor en un día de Todos Santos, que es cuando vienen los difuntos, las ánimas, a visitarnos pueblo por pueblo, en todas las casas. Él dijo: “Yo no creo que vengan las ánimas de los difuntos. No lo creo, no vienen, son mentiras, yo no tengo tiempo, yo voy a trabajar (le dijo el señor a su esposa); yo voy a esperar a mi papá con una jícara de enchiladas, él siempre comía ramas de wax tierno. Eso le voy a poner en el altar”. Y así lo hizo.

Bueno, pues se fue a trabajar; trabajó todo el día, el mero día de Todos Santos, el día de los grandes, de los mayores, porque primero es el día de los chicos, dicen. Amaneció, se fue a trabajar, estaba trabajando duro y de pronto se escuchó ruido de gente que platicaba en el camino. Pasaban muchos, iban contentos, unos cantando, otros bailando contentos; vio que pasaban muchos, llevaban canastas en la cabeza y cargaban chichihuites en el hombro, todos llevaban regalos, las ofrendas que habían recibido. Unos llevaban racimos de plátanos, manos de plátanos. Las señoras iban cargando en la cabeza canastas con tamales; llevaban tamales chicos y grandes, llevaban atole, lo cargaban en cántaros, lo llevaban en jarros; otros llevaban mazorcas en mancuernas, todos iban muy contentos.

Entonces el señor pensó: “Ya veo que esas personas no son gente de verdad, porque no las conozco; van otros señores que hace años he visto.

“Pobre de mi papá”, dijo, y pensó que venía su papá. En ese momento vio venir a su papá, quien llevaba al hombro la rama de wax tierno. Su mamá llevaba en la cabeza una jícara de enchiladas, tapaditas, así como debe de ser, eso llevaban sus papás, el señor se entristeció.

“Ahora ya lo creo, todos los difuntos, todas las ánimas vienen”, dijo, y entonces los llamó: “Papá, papá, mamá, mamá quiero hablar con ustedes, yo no creía. Dispénsenme, yo no sabía que ustedes venían a visitarme; ahora veo que de veras es cierto. Hagan el favor de esperarme un poco, voy a hacer también una ofrenda grande, ahora ya sé que de veras vienen.”

“Pero nosotros no podemos —contestó el papá— yo ya me voy, nosotros ya nos vamos, pero si quieres verme y dejarme la ofrenda, hazla, te espero en el portal de la iglesia, allá te espero mañana, antes de que empiece la misa.”

Bueno, entonces eso fue lo que hizo el señor, regresó a su casa. Mató puerco y pollos e hizo tamales grandes. Puso el altar; estuvo preparando ofrenda toda la noche para que cuando amaneciera la gente fuera a hacer el rosario, a rezarle a las ánimas de sus papás.

En el momento que terminó sus quehaceres, sintió que le dio cansancio y le dijo a su esposa: “Voy a descansar, así tan pronto cuando estén ya cocidos los tamales pruébalos y avísame. Cuando termines despiértame, vamos a llamar al rezandero y vamos a rezarles. Voy a ir a dejar la ofrenda allá donde me va a esperar mi papá.” 

Y el hombre se fue a descansar a su cama; descansó y como a la hora le fueron a hablar, pero el hombre ya no estaba con vida. Estaba muerto. Murió en su cama. Cuando la señora vio finado a su esposo, avisó a los vecinos, a los familiares.

Los tamales y la ofrenda que se hicieron para su papá se los comieron los que ayudaron a enterrar al difunto.

EL QUE NO CREÍA EN TODOS SANTOS

Un hombre vivía solito, ya no tenía mujer, pero un día se casó con una viuda, la que heredó de su difunto esposo algo de bienes, pues no era muy pobre aquel difunto; por lo tanto, su mujer tenía bastantes marranos, guajolotes y gallinas. Al llegar Todos Santos le dijo a su mujer: “No vas a matar nada, ni siquiera un pollo.

Así nomás la vamos a pasar en Todos Santos, no vamos a comprar nada, no hay dinero con qué comprar. Si hay lo que hay, ahí que estén, no es cierto que vienen en Todos Santos los que ya han muerto.

“¿Quién los ha visto, si es cierto que vienen? Nomás dicen. No es cierto que vienen. ¿Cuándo van a volver si ya están podridos?” 

Le dijo a su mujer: “Vas a ir a cortar lo’e y eso es lo que vas a guisar, si quieres poner ofrenda”. 

El hombre se fue a su milpa y la mujer fue a cortar lo’e; empezó a guisar y al terminar puso su ofrenda en el altar. Cuando ya estaba terminado el Todos Santos, venía solito el hombre en el camino de regreso de su milpa y ahí por donde pasaba había otro camino que era el del camposanto. Al momento oyó que hablaban preguntándose unos a otros lo que llevaban. 

Uno dijo: “Yo encontré mi casa muy bonita, traje mi ropa, mi pañuelo, ¿y tú?” “¿Yo?, me fue bien, me dieron todo lo que ellos tienen”. Y preguntaron al otro: “A mí no me dieron nada, nomás esto me habían puesto; pero a ver si tardan en vivir”, hablaba, y esa voz se oía con tristeza, bien se oía que lloraba esa persona.

Aquel hombre que había ido a la milpa escuchaba todas las palabras y oyó que era la voz del hombre que había sido marido de su mujer. Lo que llevaba aquel difunto se oía bien que todavía estaba hirviendo y algunos de sus compañeros le decían que lo aventara y ellos le convidaban un poco de lo que llevaban. El hombre, al escuchar y reconocer aquella voz, marchó para su casa y al llegar le dijo a su mujer: “Pon a calentar el agua, vamos a matar al marrano.” 

Empezó a arreglar y adornar su altar; al terminar mató a su marrano; su mujer empezó a moler e hizo tamales y luego luego pusieron la ofrenda al anochecer. Al siguiente día, al amanecer, aquel hombre no se levantaba y cuando lo fueron a ver ya estaba muerto. Es porque no quiso que pusieran ofrenda y aunque lo hizo después ya no le valió porque ya se habían ido aquellos difuntos. Y ahora, por muy humilde que la gente sea, siempre se ponen ofrendas en el altar.

EL HOMBRE QUE NO PUSO OFRENDA

Había un señor que no quería hacer Todos Santos, decía que no era cierto, que no vienen, y se burlaba de que los demás sí creyeran. El día de Todos Santos se fue al monte por leña y allá lo espantaron los muertos. Que le dicen:

“¿Por qué otros nos están dando y tú no? A otros amigos les están dando su comida, sus tamales, hay todo, ¿y por qué tú no vas a hacer nada?”

Todavía llegó a su casa con trabajos y pensó: “Sí es cierto lo que dicen, hay que hacer Todos Santos”.

Pero ya era tarde, ya se estaba muriendo. Ya se apuraron a buscar pollo y cosas, pero de qué servía. Se murió en el monte porque no quiso hacer Todos Santos. Allá lo espantaron. Por eso es que toda la gente ya hace Todos Santos.

EL HOMBRE QUE NO RESPETÓ EL DÍA DE DIFUNTOS

En cierta ocasión, un hombre no respetó el día de difuntos.

Se trataba de un hombre que no quería perder un solo día de trabajo en su parcela. Así que cuando llegó la fecha de celebrar el día de difuntos se dijo:

“No voy a perder mi tiempo en este día, debo ir a trabajar a mi parcela, cada día debo buscar algo para comer y no voy a gastar mi dinero para esta fiesta, que además me quita mucho tiempo.”

Así que se fue a trabajar al campo, pero cuando estaba más ocupado escuchó una voz que salió del monte y le decía: “Hijo, hijo, quiero comer unos tamales (kuatzam).”

El hombre se quedó muy sorprendido y pensó que era su imaginación la que le hacía oír cosas, pero poco después escuchó claramente otras voces, como de personas que conversaban entre sí y lo llamaban por su nombre; reflexionó sobre lo que estaba sucediendo y comprendió que eran voces de su padre y familiares difuntos que clamaban por las ofrendas que les había negado.

Inmediatamente dejó su trabajo y regresó corriendo a su casa; ahí le dijo a su mujer que matara unos guajolotes e hiciera unos tamales para ofrendarlos a sus difuntos en el altar familiar. Mientras la mujer trabajaba sin cesar en la cocina preparando las ofrendas, el hombre se acostó a descansar por un rato. Cuando todo quedó listo fue la mujer a despertar a su esposo. No logró despertarlo, pues el hombre estaba muerto; aunque había cumplido con lo que pedían sus familiares difuntos, estos de todos modos se lo llevaron.

Es por eso que en la Huasteca se cree que es una obligación preparar ofrenda para los difuntos; de esta forma se les complace y se comparte junto con ellos la alegría que se vive en familia.

Por eso nunca se debe dejar de ofrendar a los muertos el 2 de noviembre; se prenden cohetes y bombas para que su ruido espante al demonio; también se encienden velas para que iluminen el camino al difunto. Si a éste le gustaba mucho el aguardiente, por ejemplo, se le debe comprar y poner en el altar para que lo tome.

Estos ritos son obligatorios, porque si no se celebran es muy posible que los muertos se lleven al dueño de la casa.

EL QUE NO QUISO PONER OFRENDA

Maximino del Ángel Bautista, joven artesano y músico jaranero de la Danza de los Viejos, nos cuenta un mito de cómo un hombre, que descuidó sus obligaciones para con los muertos de su familia, se encontró en el camino con los difuntos del pueblo, entre los que iban sus padres ya fallecidos, cuando regresaban tristes por no habérseles recibido con ofrenda como a los demás. 

De regreso a su casa, el hombre quiso ofrendar un puerco en tamales, por lo que se puso a trabajar muy duro y al terminar se dispuso a descansar, pero los tamales sólo sirvieron para su propio velorio, pues cuando lo fueron a ver ya estaba muerto.

Con información el Cuaderno “La Festividad Indígena dedicada a los muertos en México” publicado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta).

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